lunes, 23 de agosto de 2010

El sacrificio de los toros. Por José Manuel Estévez-Saá

Una afrenta a la Constitución, a la libertad y al lenguaje
Hasta hace poco, cuando hablábamos del sacrificio de los toros, nos referíamos al espectáculo taurino que, en forma de festejo, enfrentaba en una plaza o ruedo al toro y al hombre, en una manifestación cultural cuya esencia residía en la tensión artística que se producía entre la fuerza y la bravura del animal salvaje, y la maestría y la inteligencia del ser humano para dominarlo y terminar sometiéndolo. Desde el pasado 28 de julio, desgraciadamente, utilizamos el mismo término, pero en otro sentido. En Cataluña el término sacrificio lo aplicamos ahora a la injusta decisión adoptada por el Parlament, por la cual, a partir de enero de 2012, las corridas de toros quedan suprimidas en todo su territorio.
Y digo sacrificio porque la supresión de las corridas supone un paso más en la extinción del toro bravo de lidia, una especie que se cría con el único y honorable fin de servir a uno de los pocos espectáculos que todavía contribuyen a reforzar nuestra historia, nuestras tradiciones y nuestro legado cultural compartido. Sin duda, medidas políticas como las adoptadas en Cataluña no son más que una prueba añadida de esa lamentable tendencia que existe en España a desmembrar poco a poco nuestro territorio común y a acabar con los pocos símbolos de identidad que, además de unirnos, refuerzan y realzan los rasgos distintivos que definen, en su diferencia y singularidad, a cada una de las regiones y comunidades autónomas que conforman el país.
Acabar con la lidia supone exterminar una especie animal que empezó a desaparecer de los bosques del centro y del sur de Europa a mediados del siglo XVII, y que sólo sobrevive gracias a los esfuerzos de cría y selección que las distintas ganaderías españolas realizan desde entonces. Este animal, cuyo rasgo distintivo lo conforma su propio instinto natural, que lo lleva a atacar y embestir a todo aquello que se mueva a su alrededor (independientemente del color, pues los toros no los distinguen), genera toda una industria a su alrededor y miles de puestos de trabajo. Y no me refiero sólo al personal que acompaña al matador, ni a los cientos de operarios que mantienen la plaza, o a los que, tras la faena, preparan la carne de lidia en mataderos y restaurantes, ni siquiera a los que forman parte del personal de casonas y cortijos, sino a todos aquellos miles de trabajadores que miman con esmero las infinitas hectáreas de bosques de alcornoques y encinas que adornan el paisaje de media España; amplias dehesas que constituyen un auténtico ecosistema de riquísima flora y más amplia y variada fauna.
Han sido muchos los intentos llevados a cabo para acabar con la lidia. Carlos III prohibió las corridas a finales del siglo XVIII, y Carlos IV hizo lo propio a principios del XIX. También regímenes como la dictadura de Primo de Rivera o el franquismo trataron de poner trabas a la fiesta. Sin embargo, el pueblo siempre se ha resistido a su desaparición. Independientemente de que vayamos o no a los toros, de que disfrutemos o sepamos apreciar el arte de la lidia y el valor del torero, del rejoneador, del banderillero, o del picador, lo que sí sabe la mayoría de los españoles es que la fiesta de los toros pertenece a nuestro patrimonio cultural; y que, como tal, es algo que debemos mantener y proteger.
Defender o atacar las corridas de toros es una tarea extremadamente fácil. Cualquier crítico cultural, historiador, antropólogo, o sociólogo encontraría razones para adoptar, con confianza, una postura o la contraria. Violencia, crueldad, maltrato o castigo corren paralelos a términos como arte, maestría, cultura o patrimonio. Incluso si pensamos en nuestras figuras ilustres, nos vienen a la mente tanto apasionados declarados de la fiesta (Hemingway, Ortega y Gasset, Lorca, Valle-Inclán, Miguel Hernández, Alberti o Cela), como enemigos más o menos confesos de la misma (Lope, Quevedo, Unamuno, Azorín, Antonio Machado, Delibes o Saramago). La propia obsesión de Goya o Picasso por el tema en sus creaciones puede ser interpretada tanto como una muestra más de la presencia en nuestra cultura del respeto al mundo taurino, como una denuncia, por parte de los artistas, de la crueldad de la guerra y de una España oscura y decadente.
En lo que no se suele reparar es en que ambas posturas, a favor y en contra, forman parte de la misma tradición taurina. Ambas pertenecen al ámbito cultural del toro. Por tanto, las dos han de ser interpretadas como una prueba evidente de que la tauromaquia forma parte de nuestro legado histórico y cultural; un legado que, por tanto, ha de ser respetado, y justifica la pervivencia de una fiesta que, por afectar y realizarse en la mayoría de las regiones españolas, es nacional y nos pertenece a todos. Su supresión es un claro atentado contra nuestra capacidad de elección y de decisión. Nos guste o no, es algo nuestro, que se vive con distinta intensidad y devoción dependiendo de las zonas, pero que nadie puede usurparnos.
Por ello me indigna que un Parlamento autonómico se arrogue el derecho a prohibir algo que nos pertenece a todos, haciendo un uso, a mi juicio, interesado de sus competencias. Mis compañeros del Departamento de Derecho Constitucional corroboran mis dudas acerca de la legalidad de la decisión. Unas dudas que ya adelantaba para El Mundo el pasado viernes, día 6, el ex presidente del Tribunal Constitucional, Manuel Jiménez de Parga. ¿Acaso no son competencia exclusiva del Estado, como señala nuestra Constitución Española, las decisiones que atañen al patrimonio cultural y artístico de España? Incluso desde el punto de vista turístico deberían estar protegidas las corridas de toros. Amparándose en el artículo 149 de la Constitución, la aprobación en el Congreso de una Ley Estatal que recogiese explícitamente la fiesta de los toros sería fundamental. En este caso, el proceso jurídico no habría terminado, y el Tribunal Constitucional podría anular la decisión del Parlament.
Nuestro lenguaje perdería, con el tiempo, parte de su riqueza y sentido si desapareciesen los festejos. Cambio de tercio, meter un puyazo, estar hecho un toro, lidiar con algo, ser un primer espada, hacer una buena faena, dar un buen muletazo, poner la puntilla a algo, estar al quite, torear a alguien, hacer la espantada, ver las cosas desde la barrera, coger al toro por los cuernos o tener vergüenza torera son solo algunas de las innumerables expresiones, frases y metáforas que ha aportado a la lengua española la tauromaquia en un fenómeno lingüístico de carácter universal. Por ello, cualquier medida contra los festejos es también una afrenta al idioma común de los españoles y contra el resto de lenguas oficiales del Estado que han acogido esos términos con naturalidad.
JOSÉ MANUEL ESTÉVEZ-SAÁ

PLAZA TOROS DE CUENCA